Al abrir la puerta de su barraca encontró Sento un papel en el ojo de la cerradura.
Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente a su barraca.
Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba a obedecer tales demandas, sus campos aparecían talados, las cosechas perdidas y hasta podía despertar a media noche sin tiempo apenas para huir de la techumbre de paja, que se venía abajo entre llamas y asfixiando con su humo nauseabundo.
Pimentó, que era el mozo mejor plantado1 de la huerta de Ruzafa, juró descubrirles y se pasaba las noches emboscado en los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha…
Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reinaba un pánico egoísta, buscando cada cual el salvarse, olvidando al vecino. Y a todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respetaban como potencia electoral, le hablaban del asunto; y asegurando que él y su fiel alguacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad.
A pesar de esto, Sento no pensaba acudir al alcalde. ¿Para qué? No quería oír en balde baladronadas y mentiras.
Lo cierto era que le pedían cuarenta duros y si no los dejaba en el horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo a perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y donpedros orlando la vivienda, contenidos por una cerca de cañas; y más allá de la vieja higuera, el horno de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba a lo más amado, su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad, despertando a la gente con su triste cencerreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.
¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones, que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la cama! ¡Enseguidita se dejaba arrancar cuarenta duros!… Él era un hombre pacífico; roda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas a la taberna, ni escopeta para acobardar a nadie. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos, era su única afición; pero ya que querían robarle, sabría defenderse ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón despertaba la furia de los mercaderes árabes que se dejaban apalear por el beduíno, pero se tornaban leones cuando les tocaban su hacienda.
Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fue a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata; un carcamal que solo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decían que en la juventud había puesto a más de dos a pudrirse en la tierra.
Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos temblorosas llenas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera, como los hombres, cara a cara, exponiendo la piel. Setenta años tenía; pero tenía agallas para defender lo suyo.
La firme tranquilidad del viejo contagiaba a Sento, y se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.
El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco y cuya culata apolillada acarició con fruición.
La cargaría él, que entendía mejor a aquel amigo. Las temblorosas manos se rejuvenecían. ¡Allá va la pólvora! Todo un puñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco o seis; a granel los perdigones zorreros, metralla fina, y al final un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella indigestión de muerte, sería misericordia de Dios.
Aquella noche dijo Sento a su mujer que esperara turno para regar, y toda la familia le creyó, acostándose temprano.
Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio a la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en ponerle el pistón al amigo.
Le daría a Sento la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar bien a la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinase buscando el gato en el interior… ¡fuego! Era tan sencillo que podía hacerlo un niño.
Sento, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios, a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas, apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos y además estos asuntos los arregla mejor uno solo.
Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado a rondar por la huerta, esperando un enemigo en cada senda.
Sento creyó que quedaba solo en el mundo; que en toda la inmensa vega, estremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquellos que iban a llegar. ¡Ojalá no viniesen! El cañón de la escopeta sonaba al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo. ¿Qué diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca y al pensar que tras aquella pared dormían Pepeta y los chiquitines, sin otra defensa que sus brazos, el pobre hombre se sintió otra vez fiera.
Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre2. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Se oía el chirrido de un carro, rodando por un camino lejano. Ladraban los perros transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rac rac de las ranas en la vecina acequia, que se interrumpía con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas entre las cañas.
Sento contaba las horas que iban sonando en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpecimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?
Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas obscuras, que a Sento le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.
Ya están ahí – murmuró, y sus mandíbulas temblaban.
Los dos hombres se volvían a todos lados, como temiendo una sorpresa. Fueron al cañar, lo regristraron, se acercaron después a la puerta de la barraca, pegando el oído a la cerradura, y en estas maniobras pasaron dos veces por cerca de Sento sin que éste pudiera conocerles. Iban embozados en sus mantas, por bajo de las cuales asomaban las escopetas.
Esto aumentó el valor de Sento. Serían los mismos que asesinaron a Pimentó. Había que matar para salvar la vida.
Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó metiendo las manos en la boca y colocándose ante la apuntada escopeta. Magnífico tiro. Pero, ¿y el otro que quedaba libre?
El pobre Sento comenzó a sufrir las angustias del miedo; a sentir en la frente un sudor frío. Matando a uno, quedaba desarmado ante el otro. Si les deaba ir sin encontrar nada, se vengarían quemándole la barraca.
Pero el que estaba al acecho se cansó de la torpeza del compañero y fue a ayudarle en la busca. Los dos formaban una obscura masa, obstruyendo la boca del horno. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sento! ¡Aprieta el gatillo!
El trueno conmovió toda la huerta despertando una tempestad de gritos y ladridos. Sento vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara, la escopeta el se fue y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el amigo había reventado.
No vio nada en el horno: habrían huido. Y cuando él iba a escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pepeta en enagua, con un candil. La había despertado con el trabucazo y salía impulsada por el miedo, temiendo por su marido, que estaba fuera de casa.
La roja azul del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.
Allí estaban dos hombres en el suelo, cruzados, confundidos, uno sobre otro, formando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldándoles ocn sangre.
No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.
Y cuando Sento y Pepeta, con aterrada curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclamaciones de asombro.
Eran el tío Batiste, el alcalde, y su alguacil el Sigró.
La huerta quedaba sin autoridad, pero tranquila.
1Estar bien plantado, expresión más propia del valenciano «ben plantat» que indica fortaleza y vigor física, así como salud y juventud.
2El chantre es un cargo eclesiástico, dentro de algunos cabildos de colegiatas, que se daba al maestro cantor o del coro en los templos principales, especialmente en las catedrales.
Autor: Vicente Blasco Ibáñez
Fotografía: Krpete12